Premio Nobel a la guerra genética

Silvia Ribeiro*

No deja de tener cierta ironía que el premio Nobel de química de 2020 – nombrado así por Alfred Nobel, el inventor de la dinamita y una de las mayores fábricas de armas del globo- se le haya otorgado a las investigadoras que encontraron una forma de ingeniería genética -CRISPR-Cas9- cuyas aplicaciones podrían causar un efecto tan explosivo en la naturaleza y la gente que hasta se le ha llamado bomba genética.

CRISPR en sí no es una invención, es una forma natural de las bacterias para reconocer virus.  Las galardonadas J. Doudna y E. Charpentier, publicaron en 2012 la forma de replicar esa construcción sintéticamente y agregarle un sistema asociado (Cas9) que permite reconocer un sitio específico en los organismos donde se introduce y allí cortar las hebras del ADN. De esa forma se pueden silenciar genes o  introducir nuevo material genético, o sea hacer transgénicos.

Parecía ser una forma más rápida y aparentemente más exacta que otras de ingeniería genética anteriores, que no tienen control del sitio donde se inserta  material genético foráneo. Pero en poco tiempo se demostró que tampoco CRISPR es exacta. Aunque puede llegar a un sitio determinado en el genoma -lo cual da una falsa imagen de precisión- también altera otros sitios del  mismo, con el potencial de producir una multitud de “efectos fuera de blanco”, borrar o reacomodar largas secuencias fuera del sitio objetivo, provocando cambios que pueden causar daños y enfermedades graves.

En 2018, un estudio del Karolinska Institutet (que otorga el premio Nobel de medicina), mostró que la manipulación de células humanas con CRISPR puede causar cáncer. (E.González https://tinyurl.com/yyj4umsx) Otros estudios científicos han mostrado una serie de impactos dañinos  del uso de CRISPR, en animales, vegetales y células humanas, al punto que Georges Church, pionero de biotecnología de la Universidad de Harvard, en 2019 llamó  a CRISPR “un hacha desafilada”, cuyo uso es “vandalismo genómico”.

No obstante, desde su puesta en circulación en 2012 –y pese a la agria disputa de patentes que surgió poco después con otro equipo norteamericano que reinvindica también haber sido los inventores­– la tecnología se ha licenciado y aplicado a una gran cantidad de experimentos con células humanas, en humanos (experimento ilegal en China con mujeres embarazadas, al menos una de las cuales dio a luz gemelas), animales y plantas.  Doudna y Charpentier, han ganado millones con la tecnología, y han creado o están vinculadas a diversas empresas.

En 2016, un informe de la CIA y la Agencia de Seguridad Nacional de Estados Unidos clasificó a CRISPR y a la edición genética como “armas de destrucción masiva”. El gobierno asignó 65 millones de dólares  a la agencia de investigaciones de la Defensa de Estados Unidos (DARPA), para el proyecto “Safe genes”, para investigar cómo defenderse de las potenciales bioarmas que se podrían crear con CRISPR.  (https://tinyurl.com/yc5s7oed) Pero la línea divisoria entre desarrollar bioarmas e investigar como defenderse de ellas, es borrosa: por tanto este programa trabaja de hecho también en el desarrollo de potenciales bioarmas.

En el marco de ese programa financian proyectos de investigación en Estados Unidos y otros países, para el desarrollo de “impulsores genéticos”, una aplicación de CRISPR para cambiar las leyes de la herencia, y lograr que los genes manipulados sean autorreplicantes y dominantes en una especie. Por ejemplo, para que solamente nazcan machos, lo cual extinguiría la especie. La Fundación Bill y Melinda Gates financia el desarrollo de esa misma tecnología, aunque  no lo llama bioarmas, sino proyectos de salud. La ONU intentó establecer una moratoria a esta peligrosa aplicación, pero el dinero de Gates lo saboteó.

La propia Jennifer Doudna ha manifestado que CRISPR tiene usos tremendamente peligrosos, incluso refiere que tiene una pesadilla donde Hitler le pide la fórmula de CRISPR. Tanto los proyectos financiados por DARPA y la Fundación Gates, como los experimentos con humanos, transgreden fronteras éticas, ecológicas y políticas de enorme trascendencia, cuyo desarrollo debería estar prohibido.

Más inmediata es la presión de las trasnacionales para liberar comecialmente la llamada edición genética (son transgénicos) en plantas y animales para la industria agrícola y pecuaria. La industria de transgénicos ha hecho una engañosa campaña para hacer creer que los productos de tecnologías como CRISPR no necesitan pasar por evaluaciones de bioseguridad, o que al menos deberían ser más laxas que las existentes. Lo han logrado en Estados Unidos, Argentina, Brasil, Chile, Colombia, Paraguay, Honduras y Guatemala, países lacayos de los agronegocios transgénicos y en tratados con Estados Unidos, en varios casos avanzan estos cambios normativos aprovechando la poca información y las restricciones por la pandemia. La Unión Europea, gracias a las protestas y una demanda judicial de La Via Campesina y otras organizaciones, se opuso a estos cambios. 

CRISPR y todas las formas de edición genética introducen nuevos riesgos al ambiente y la salud, por lo que las normativas de bioseguridad, al contrario de lo que sostiene la industria, son altamente insuficientes. Estas nuevas formas de manipulación de nuestro ambiente y alimentos no se deben permitir.

 

*investigadora del Grupo ETC

Publicado en La Jornada, México, 10 de octubre de 2020

 

 

 

 

 

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