Soumis par Dru Oja Jay le
La Academia de Ciencias de Estados Unidos (National Academy of Sciences, NAS) publicó en esta semana dos informes sobre geoingeniería en los que recomienda invertir en manejo de la radiación solar (SRM, por sus siglas en inglés) y captura y almacenamiento de carbono (CCS, también por su abreviación en inglés). La geoingeniería se ha dado a conocer como el “Plan B” del gobierno de Estados Unidos ante el cambio climático. Recientemente el Washington Post y la revista Nature publicaron artículos en los que se insiste en que el gobierno de ese país debe financiar la geoingeniería.
A primera vista, parece prudente. Por supuesto que necesitamos contar con más información acerca de todas las opciones. La mayor parte de los entusiastas de la geoingeniería insisten en que las medidas propuestas son para situaciones extremas, de última instancia. El manejo de la radiación solar (que ahora los informes de la Academia de Ciencias llaman “manejo del albedo”), que implica rociar la estratósfera con aerosoles de sulfato para bloquear la luz del sol y bajar las temperaturas globales, así como el secuestro y la captura de carbono, que propone rellenar con miles de millones de toneladas de CO2 minas y pozos petroleros vacíos, constituyen el Plan B: solo debe considerársele si los gobiernos no logran un acuerdo sobre los topes de emisiones en París a fin de este año. ¿Qué hacer con la geoingeniería? ¿Descartarla o desarrollarla? Sus promotores dicen que solo sabremos si seguimos investigándola.
¿Plan B?
Decir que necesitamos más información suena razonable, pero la investigación de geoingeniería que incluye experimentación y requiere la construcción de herramientas específicas es un peligro tangible para el clima por dos razones: Si Estados Unidos u otros gobiernos poderosos aceptan la geoingeinería como una opción viable, como un buen “Plan B”, el Plan A (reducir las emisiones) desaparecerá más rápido que los acuerdos entre demócratas y republicanos. La industria de los combustibles fósiles está desesperada por resguardar entre $ 20 y 28 mil billones de dólares en activos contables que sólo pueden obtenerse si se permite a las corporaciones rebasar los topes fijados para las emisiones de gases con efecto de invernadero (GEI). Asumen que la técnica de captura y almacenamiento de carbono eventualmente les permitirá re-capturar el carbono de la atmósfera y enterrarlo en el suelo o en el océano, lo cual brinda a la industria de combustibles fósiles la mejor manera de evitar que se rompa la “burbuja de carbono”, lo que es en realidad otra negación, directa, de que existe el cambio climático. Rociar sulfatos en la estratósfera puede –en teoría- bajar las temperaturas hasta que los instrumentos para capturar y almacenar carbono estén listos. En otras palabras, la investigación en geoingeniería se está convirtiendo en la única herramienta que tiene la industria petrolera para terminar con las intenciones políticas y de las corporaciones de bajar verdaderamente los niveles de emisiones.
Además de justificar que sigan emitiéndose gases, la geoingeniería también puede infligir daños directos a los sistemas climáticos. Ambos informes de la Academia de Ciencias de Estados Unidos no mencionan los presupuestos y no definen la escala de los estudios de campo. La mayoría de los científicos que se han involucrado en el debate concuerdan en que la geoingeniería es extremadamente riesgosa, pero también dicen que solamente experimentos de escala muy grande podrían producir información útil. La experimentación, en otras palabras, equivale a realizar un despliegue efectivo de la geoingeniería y a utilizar todas las herramientas y técnicas que se han ido desarrollando. Tenemos varios ejemplos: entre 1993 y 2009, 11 gobiernos condujeron una docena de experimentos de geoingeniería en aguas internacionales para ver si vertiendo partículas de hierro sobre el océano podría resultar en la captura y precipitación de dióxido de carbono en el suelo marino. Los primeros experimentos vertieron hierro en más de 50 km2 del océano. Cuando ello no resultó en nada, aumentaron la superficie experimental seis veces, y hacia el final de 2009 el área “fertilizada” con hierro se extendía a 300 km2. Y siguió sin rendir resultados. Los geoingenieros querían experimentos más grandes, pero tres conferencias de Naciones Unidas intervinieron (el Convenio y Protocolo de Londres de la Organización Marítima Internacional y el Convenio sobre Diversidad Biológica) y lograron prohibir la fertilización oceánica hasta el día de hoy. De manera sabia, uno de los informes de la Academia de Ciencias de Estados Unidos concluye que la fertilización oceánica “es una tecnología inmadura, cuyos altos costos y riesgos técnicos y ambientales, en el estado actual, son mayores que los beneficios.”
La NAS también habla sobre la necesidad de establecer una gobernanza, pero solamente en el contexto de Estados Unidos. La técnica de rociar aerosoles en la estratósfera puede llevarla a cabo un país o una “coalición de voluntarios”, aunque el impacto sería de escala global. Es por esta razón que la Organización de las Naciones Unidas debe estar a cargo.
¿Qué pasó con el Plan A?
Hay mucho que los científicos no saben sobre los sistemas planetarios. Los vacíos de información que se reconocen en la investigación del Plan A son cada vez mayores. Sería extraordinariamente temerario para los elaboradores de políticas avanzar con un Plan B antes de que los temas de investigación del Plan A se aborden plenamente.
Es difícil, por ejemplo, establecer topes a las emisiones según un Plan A cuando los gobiernos no dicen la verdad acerca de la cantidad de GEI de que son responsables. China reportó 20% por debajo de su nivel real de emisiones, y Estados Unidos también hace cuentas engañosas. Ese país regresó a sus niveles de emisiones de 1992 debido a que el fracking bajó la demanda de carbón –pero el carbón siguió quemándose en otros lugares del planeta. Las reducciones del 14% del Reino Unido (entre 1990 y 2008) se anularon por su incremento del 20% de GEI derivados de su fabricación subcontratada (outsourced) en otros países. Cuando se desintegró la Unión Soviética, las emisiones de Rusia bajaron entre 10 y 14%, pero solo porque la agricultura industrial se dejó de lado temporalmente. ¿Cómo podemos desarrollar “intervenciones climáticas” y llamarlas científicas si los gobiernos no tienen ni brindan información precisa?
Los gobiernos también han tenido dificultades en el tema de monitorear su biomasa, lo que tiene implicaciones para las estrategias del Plan B, de captura y almacenamiento de carbono. Según un informe del Programa de Naciones Unidas para el Medio Ambiente, hasta el 30% de todas las exportaciones de productos maderables son controladas por la mafia y el 90% de la deforestación de bosques y selvas se debe al comercio ilegal de productos maderables, lo que vuelve muy problemático calcular la biomasa. Por cierto, India sobreestimó su cubierta forestal en un 10%. Australia, Canadá, Japón y Nueva Zelanda han traicionado abiertamente sus compromisos de límite de emisiones, y Reino Unido redujo su apoyo a las energías renovables. El esquema de créditos de carbono de la Unión Europea es risible. Todo esto hace que los topes a las emisiones —el Plan A— o la magnitud de los aerosoles de sulfato rociados en la estratósfera sean vulnerables a variaciones muy peligrosas.
Tanto el Plan A como el Plan B necesitan sistemas de monitoreo planetario de última generación. Sin embargo hay noticias de que para 2020 el número de satélites civiles de monitoreo atmosférico en Estados Unidos podría reducirse de 23 a 6, y el número de instrumentos de monitoreo de 90 a 20. El monitoreo atmosférico es prácticamente nulo en el subcontinente Indio y hay noticias de que se está deteriorando aceleradamente en las regiones de los trópicos. En 2014, por ejemplo, los científicos descubrieron que un área muy importante de biomasa amazónica que había pasado desapercibida para los satélites. El diario The Economist llamó a este un hecho de “ceguera voluntaria.”
Recientemente, la ciencia descubrió un vasto “río” en el océano profundo, una pradera bacteriana del tamaño de Grecia más allá de la Corriente de Humboldt, y reconsideró el impacto de los sulfatos en la formación de las nubes en las regiones polares, todo lo cual podría alterar significativamente las propuestas del Plan B de captura de carbono o de manejo de la luz solar.
Es verdad que se requiere dinero para la investigación del cambio climático. Los gobiernos deberían apoquinar y los científicos ponerse a trabajar. Pero la Academia de Ciencias de Estados Unidos necesita rechazar abiertamente las pruebas de herramientas y peligrosas tecnologías que tendrían consecuencias en todo el planeta.
El apoyo que la NAS brinda a las opciones de geoingeniería abre un espacio político que podría llevar a que las compañías petroleras multinacionales y sus gobiernos se desentendieran del problema. Precisamente en el momento en que la negación del cambio climático está perdiendo fuerza, es crucial prevenir que sea reemplazada con fantasías sobre tecnologías mágicas que permitirían que el estado actual del desastre (el status quo) continúe.
Pat Mooney es director del Grupo ETC, www.etcgroup.org